
Aún temblando contemplé la escena, el comedor se había convertido en un averno regado de pedazos allá donde mirase. Fue entonces cuando tomé conciencia de que al fin me había atrevido a hacerlo. Dediqué medio instante a recomponerme y antes de darme cuenta ya me encontraba metiendo cada uno de los trozos en las tres grandes bolsas de basura negras.
Mientras acababa con todo rastro reconocía alguna parte familiar: un pie, un codo. Una oreja. “Resulta que no te falta sangre fría, Macarena”, me dije con una media sonrisa al tiempo que un escalofrío recorría mi espinazo espalda abajo.
Hoy ponía fin a veinticinco años de verdades a medias, de complicidad irreal, de sueños de otros.
“¿Puedo o no, Paco?” me repetía entre dientes mientras bajaba la escalera cargada con los tres bultos. Los abandoné a su suerte en el primer contenedor que encontré. “¿Ahora que vas a hacer tú?” grité como una loca mirando hacia arriba en medio de la calle. “Se acabaron las revistas del corazón, ¿lo ves?”.
Arriba en el segundo Paco contemplaba con perplejidad la escena desde la ventana de baño y con un suspiro se llevaba la mano al pecho, palpando hasta dar con su paquete de Ducados.